
Juan Martín Fierro (Bogotá, 1972) Periodista y escritor colombiano, autor…
El bolero ha muerto. O casi. Quienes nos aferramos a él sabemos que su agonía ha sido larga.
Quienes opinan lo contrario, dicen que exagero y que el bolero vive y vivirá por siempre. Lo único cierto, es que hace mucho tiempo está proscrito de las emisoras.
Con excepción de algunos festivales que aún le rinden homenaje, ha perdido importantes espacios tanto en la radio como en la producción discográfica.
Hay un agravante adicional: cada vez son menos los compositores dedicados al bolero y menos los intérpretes que se atreven a incursionar en el género.
Bien sé que esta mirada apocalíptica desdice mucho del bolero y que más allá de su poca o nula participación en la industria musical de hoy, es, por encima de todas las cosas, la banda sonora más importante y entrañable de nuestras vidas, la música de nuestros padres y abuelos, la cuna musical de América Latina.
No deberíamos entonces preocuparnos por el hecho de que el bolero sea ignorado por las nuevas generaciones, sino más bien aceptar que las expresiones vivas de la cultura van y vuelven cada cierto tiempo.
Al final de cuentas, la historia siempre impone un veredicto inapelable, sobre todo en cuestiones musicales: lo que es bueno perdura y lo que no, se olvida fácilmente.
Es ahí cuando siento un poco de alivio —alivio nostálgico lo llamo yo—, al recordar la entrevista que alguna vez le hice a Pablo Milanés en La Habana, cuando nos sentamos a hablar de algo que él llamó justamente “la inmortalidad del bolero”.

Ese día, un Viernes Santo, Pablo dijo sin rodeos:
«El bolero es inagotable. Tiene tantas cosas bellas, espirituales y de comunicación entre los seres humanos, entre la pareja, y tantas otras de carácter social a través de textos maravillosos… el bolero no ha decaído, solo estamos en una etapa de transición».
Esa tarde, en su estudio de grabación, evocamos los orígenes y los momentos estelares de la que considero hasta hoy la versión más refinada y exquisita del bolero cubano.
Hablo del feeling, o como pide la gran Marta Valdés cada vez que alguien lo menciona, el filin, porque debemos españolizar lo que es profundamente nuestro.
A esa corriente, César Portillo de la Luz nunca aceptó llamar “movimiento”.

Según él no hubo un manifiesto ni un acuerdo de voluntades, sino más bien un cruce accidental de sensibilidades.
Y Pablo, que estuvo ahí en el momento estelar de esa corriente, me contó que gracias a un amigo conoció a José Antonio Méndez y al propio Portillo de la Luz.
A partir de allí, entre 1963 y 1964, se dedicó a aprender y a tocar esa nueva forma de hacer bolero.
El filin fue su iniciación antes de componer, hace 53 años, una de las canciones seminales de la Nueva Trova: Mis 22 años.
Ahora bien: ¿qué era el filin? ¿dónde surgió? ¿qué lo hizo tan popular en los cincuentas y sesentas especialmente en Cuba y en México?
Vamos por partes.
Lo primero, es que el filin nació en La Habana a finales de los años cuarenta.
Fue en sus inicios un bolero clandestino, localizado en ciertos barrios de la capital cubana, especialmente en Cayo Hueso, Soledad, Zanja, Belén, Atarés y El Cerro, donde eran frecuentes las descargas y sesiones de improvisación.
La casa de Tirso y Ángel Díaz, reconocidos trovadores y vecinos del mítico Callejón de Hammel, fue sitio de encuentro para sus nacientes figuras.
En cuanto al sonido del filin, hay que decir que adoptó un claro estilo jazzístico, aunque también tenía influencias de importantes trovadores y pianistas cubanos de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX.
La armonía del jazz y sus ornamentos melódicos, hicieron del filin un punto de quiebre frente a la estructura del bolero tradicional, dando más libertad para la improvisación tanto al intérprete como al acompañante.
Entre los músicos, se hizo cada vez más frecuente la utilización de acordes con séptimas y novenas aumentadas.
Asimismo, entre los cantantes eran frecuentes las inflexiones, modulaciones y scats para “decir” o “conversar” la canción sin las ataduras de ritmo y tiempo conocidas hasta entonces.
El filin era, sin más, un bolero libre y espontáneo pero a la vez complejo y exigente para quien lo interpretara.
Y aunque se cantó en múltiples formatos, su instrumento natural era la guitarra.
“Filin quiere decir sentimiento, pero para nosotros más bien era también algo de la época nuestra, del tiempo que vivíamos.
“No era sutileza, sino decir algo. Uno podía tener la voz ronca, o incluso no tener voz, pero si decía algo y enviaba un mensaje que llegara, ya tenía filin.
“De inmediato el término feeling o filin, porque lo españolizamos, pasó a denominar todo lo bueno, todo lo moderno (…)
“Cada vez que uno ponía más de la tónica y dominante establecida, una novenilla, una séptima, se decía: ´¡ah, esa cosa tiene filin!´.
“Y es que nosotros buscábamos la espontaneidad, romper la monotonía. Así surgió este estilo (…)”, dice José Antonio Méndez, uno de sus más grandes compositores e intérpretes[1].
Un tercer aspecto importante en esta brevísima historia del filin, nos remite justamente a la extraordinaria nómina de compositores, intérpretes y arreglistas que lo engrandecieron.

Entre ellos, César Portillo de la Luz, Marta Valdés, Frank Domínguez, Tania Castellanos, Giraldo Piloto y Alberto Vera —el famoso dueto Piloto y Vera—.
Además, destacan Jorge Mazón, Ñico Rojas, Grecia Domech, Pablo Reyes y desde luego, el “King”, José Antonio Méndez, auténtica leyenda de la canción cubana.
En México, y gracias a la estrecha relación entre cubanos y mexicanos por cuenta del bolero y la canción romántica yucateca, el filin se popularizó en los cincuentas a través de la radio y la industria discográfica.
Lucho Gatica, Los Tres Ases, Toña La Negra, Los Panchos y Los Tres Diamantes grababan los éxitos del filin.
Mientras, los compositores del país azteca compartían una causa común con sus colegas cubanos: la idea de un “nuevo” bolero o de un “bolero moderno”, como lo bautizara Mario Ruiz Armengol.
En ese contexto, era fácil suponer que los recursos melódicos y armónicos del filin enriquecieran el sonido de los tríos mexicanos, para entonces muy arraigados en los afectos del público latinoamericano.
Además de Ruiz Armengol y de Vicente Garrido, otros grandes compositores de México como Álvaro Carrillo, Roberto Cantoral, Luis Demetrio, José Sabré Marroquín, y más adelante ese coloso llamado Armando Manzanero, serían influenciados en mayor o menor medida por el filin.
Complementando los aspectos musicales, vale decir que el filin adoptó un particular estilo poético en sus letras.
Asimismo, incorporó a la música cubana “un sujeto conversacional que intentaba escoger frases sencillas e imágenes directas dirigidas a una invariable segunda persona: el otro (o la otra) miembro de la pareja. El tú”[2].
Liberado de símiles líricos de corte romántico y neorromántico propios de la canción cubana de comienzos del siglo XX, el filin, “volvió la espalda a la rima estable, en letras que rayaban en la prosa o que se servían de consonancias más que de asonancias.
“El verso octosilábico —el más musical para el oído de idioma español— fue desterrado por completo o casi.
“El modo de interpretar letra y melodía cuasi parlando, como apuntó Alejo Carpentier, con pausas profusas, se avenía perfectamente a este tipo de texto libre, ageométrico, de líneas de diferente métrica.
Textos en los que una frase, y a veces una sola palabra debía poseer una autonomía tensa, centro de la dramaturgia de la canción”[3].
Por último, y volviendo a aquella entrevista con Pablo Milanés, quien por cierto celebró a nuestro Sofronín Martínez como un auténtico “filinero”, termino diciendo que no hay nada mejor que volver a las grandes voces que marcaron la época dorada del filin para entender su verdadera esencia.
Me refiero a Omara Portuondo, Elena Burke, Pacho Alonso, Ela Calvo, Fernando Álvarez, Moraima Secada, Roberto Faz, Lino Borges, Olga Rivero…
Nelo Sosa, Leonel Bravet y claro, al propio Pablo Milanés, quien junto a músicos de la talla de Martín Rojas y Eduardo Ramos, grabó una antología de seis volúmenes con boleros de Cuba, México y Puerto Rico.
Para él, que tuvo la fortuna de estar ahí, en la cresta de la ola, tocando y cantando en aquella bohemia interminable que se formaba alrededor de una esquina de La Rampa a comienzos de los sesentas, en un murito de la Casa de la Cultura Checoslovaca y después en el Parque del Maine, la lista de recuerdos se hace interminable.
Vuelven el Saint John´s y el Pico Blanco, vuelven el Scheherazada y los escondites en El Vedado, donde el filin se cantaba siempre a media luz.
Vuelven la ronquera de José Antonio Méndez y el genio de Emiliano Salvador. Vuelven Marta Valdés y Portillo de la Luz. Vuelven Elena y Froilán, eternamente juntos.
Vuelve lo que nunca se fue y lo que se resiste a morir.
Y vuelve porque en últimas, la vida y el bolero acaban siendo la misma cosa: pura terquedad sin remedio.
[1] GIRO, Radamés, Diccionario Enciclopédico de la Música Cubana, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 2009, Tomo 3, págs. 94 y 95.
[2] ARIEL, Sigifredo, La poética del feeling, en Feeling Cuba, Colección Musical Perlas del Caribe, Trópico News, EGREM, La Habana, Cuba, 2002, pág. 38.
[3] Ibíd, p. 38.
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Juan Martín Fierro (Bogotá, 1972) Periodista y escritor colombiano, autor de la novela “La música en mis ojos” (1997); de la biografía “Sofronín Martínez: el ángel de Pasacaballos” (2015); y de la novela “Madre Sierra” (2022). Es colaborador del diario El Tiempo y de la revista El Malpensante.