Ernest Hemingway queda en la memoria vital como el hombrón que dialogó con la gente más humilde.
Los amigos de San Francisco de Paula, gente sencilla a quienes amó y le amaron, fueron a esperar al aeropuerto habanero, el 4 de noviembre de 1959, al corpulento de barba desaliñada y ojos en guardia, Ernest Hemingway.
Fue la última llegada del escritor norteamericano a Cuba, luego de tantas idas y venidas a la casona de Finca Vigía que descubriera 22 años atrás y de la cual se enamorara para siempre.
Aquella tropa le regaló una bandera y el forzudo de los daiquirís en El Floridita, dijo a la prensa:
“Me siento muy feliz de estar nuevamente aquí, porque me considero un cubano más”.
Y después, con sentido de pertenencia, precisó:
“No he creído ninguna de las informaciones que se publican contra Cuba en el exterior. Simpatizo con el gobierno cubano y con todas nuestras dificultades”.
Volvía así el Dios de bronce de la literatura norteamericana a reafirmar que era un “cubano sato”, como habló en 1954 al Noticiero de la Televisión.
Lo hizo al merecer el Premio Nobel de Literatura por su obra El viejo y el mar, quizás la más famosa y la última en publicarse en vida.

Desde 1928, cuando vino por primera vez a esta isla, Cuba le venía cercana por los mismos cubanos, el mar, la pesca, el hotel Ambos Mundos y el bar Floridita.
También por La Bodeguita del Medio, el pueblo y La Terraza, en Cojímar, donde se levanta un busto de bronce para cuya construcción, dada la escasez de ese metal, los pescadores juntaron propelas, tornillos, piezas y cualquier cosa de los barcos.
Así, en homenaje al Papa, es el primer monumento en el mundo que se le dedicó, justo el 21 de julio de 1962, cuando hubiera cumplido 63 años.
Después vinieron otros, pero ninguno tan profundo en los afectos.
En la periferia de La Habana, finalmente San Francisco de Paula y Finca Vigía en mitad de un bosquecillo, resguarda trofeos de caza, más de 9 000 libros, ropas de su etapa como corresponsal de guerra, el gran fonógrafo y la colección de discos.
Resguarda asimismo, el cementerio de los perros, el barco de pesca, la piscina donde dicen que la actriz Ava Gadner se bañó desnuda, y cientos de objetos conservados meticulosamente, tal como los dejó.
Es la casa donde escribió El Viejo y el Mar e Islas del Golfo, comprada en 18 500 dólares provenientes de los derechos de autor de Por quién doblan las campanas, también nacida en Finca Vigía.

Ernest Hemingway no puede ser para los cubanos un atributo turístico ni tampoco un trofeo propagandístico como quisieran algunos.
Él queda en la memoria vital como el hombrón que dialogó con la gente más humilde, bebió hasta el cansancio y aun más del estadío inconsciente, gustó de las mujeres y vivió su vida a la justa manera que la entendió o no comprendió y, nos guste o no, lo hizo auténticamente.
Queda también en el respeto que nos tuvo y a lo que respetamos.
Si en 1953 ganó el codiciado Premio Pulitzer, al año siguiente le otorgaron el Premio Nobel de Literatura y la medalla la depositó en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, la Patrona de Cuba, puede hablarse, entonces, de un regalo al pueblo que lo acogió, confiado a un sitio sagrado para los cubanos.
Ese es el Hemingway navegante por los cayos Guillermo, Coco, Romano, Lobo y Mégano de Casiguas.
Este último fue bautizado por él como “Paraíso” porque allí descansaba bien y disfrutaba el amor con su mujer.
Es el Hemigway que dijo a la prensa de su país, hospitalizado en una clínica: “La gente de honor creemos en la Revolución Cubana”.
Por Iraida Calzadilla