Cuando el arte y la historia se funden en una ciudad.
Por Ileana Mulet
Mi Habana ancestral bosteza hoy alegre y se despide día a día de los moradores que resumen su ciclo, en un ir y venir que ellos mismos no advierten.
Solo las vetustas casas quedan como si fueran ‘’tocadas’’ por los dioses. Ellas lo han visto y guardado todo, hasta las riquezas que algunos creen perdidas. Recuerdos y secretos se esconden en pisos y paredes, y en algunos lugares aparecen espíritus que hablan de los que partieron a las distintas guerras.
Antonio Maceo se reunía en el restaurante del Hotel Inglaterra para planear la revolución. Llegaron hasta allí solo para proyectar los derroteros de Cuba. Alguna vez Maceo dio puñetazos en la mesa, y luego una ronda de vino aplacó la charla tan acalorada.

Desde las ventanas de la casa del Paseo del Prado, donde José Lezama se refugió hasta su muerte, se veían autos descargando la metralla. Durante la dictadura de Batista algunos escondieron a los revolucionarios en sus zaguanes y patios traseros para librarlos del linchamiento. Esos huecos creados por el impacto de las balas son habitados por pájaros que después de saborear la pólvora, desaparecen envueltos en humo, como fumados por tabacos encendidos.
Museo de Lezama
¿Por qué las noches son ahora tan apacibles? Turistas y pueblo ajetreados durante el día recolectan suvenires, banderas, objetos antiguos, periódicos, pinturas y medallas. Todos van y vienen con premura; los que vienen traen, los que van, llevan. Husmeando frente a la ventana del hoy Museo de Lezama, creo ver su silueta recortada sobre la mesa color del cielo. Descubrir fisuras profundas en la imagen monumental del hombre que escribió Paradiso, no es mi intención; al contrario, se veía a sí mismo como un triunfador. ¿Y si al morir no nos acuden alas?, comentó alguna vez en estado de gracia.